
He aquí una pequeña escultura de mi autoría. Sin embargo, no es mío el mérito sino de la Madre Naturaleza.
Me gustan las piedras, sus formas, sus colores. Si encuentro una con una conformación sugerente, no paso de largo. Algunas veces quienes me acompañan se extrañan de que de repente me incline para tomar en mis manos una piedra de entre las muchas que hay en las orillas de ciertas playas, poe ejemplo, y la mire como quien ha hallado un tesoro. Los demás quizás no ven nada en ese trozo de mineral, pero yo sí veo el alma que lleva dentro. Inmediatamente aparece ante mí, con toda claridad el contorno de un cuerpo, la faz risueña o doliente, el enimal agazapado o simplemente la belleza del sinuoso diseño que me llena de admiración .
Es una pasión más que tengo, esta de las piedras. He reunido una gran cantidad de ellas, todas preciosas, de varios tamaños, algunas de ellas bastante grandes. Unas veces las decoro, les imprimo la visión que de ellas tuve al encontrarlas, para que todos puedan verla también. Me agrada compartir mi entusiasmo por las preciosas piedras y además disfruto coloreando sus recovecos, convirtiéndolas en joyas, puesto que para mí lo son verdaderamente. Otras veces quedo tan radicalmente seducida por su primitiva hermosura que no me atrevo sino a depositarlas respetuosamente junto a las otras de mi colección.
Colecciono piedras en forma de corazón. Las encuentro con bastante frecuencia. Tengo verdaderas maravillas de perfecto contorno, de muy diferente calibre y tono.
Esta que hoy traigo en imagen es una de mis preferidas. Cuando la vi, en una playa cuyo nombre guardaré en secreto, distinguí con toda nitídez la figura de la amorosa madre que sostiene a su hijo en los brazos. Me bastaron unos reflejos de color para destacar los rostros, los pliegues de las vestiduras. Lo demás, lo primero, lo magnífico, me lo regaló el mar que esculpió los suaves contornos, para regalarme su belleza que hoy comparto con quienes participen de mi afición a las piedras, de mar, de montaña, de río.