Pero la estrella, esa estrella del fondo marino que parecía -de tan perfecta- caída del firmamento en una noche serena, era también el anuncio de que tras esa puerta pintada de alegre tono verde, se hallaba la plácida y acogedora dulzura de un pequeño cielo en la tierra.
Allí vivían Sixto el Marrajo y Santa, su mujer. Y eran tan felices bajo la estrella marina de su puerta como pudieran serlo los dos seres más afortunados nacidos, como suele decirse, con buena estrella. Y es que no había nada mejor para ellos que aquellas cuatro paredes edificadas con el esfuerzo de noches en altamar, por parte de él, y de esperas interminables, por parte de ella, llenas de zozobra (no hay sustantivo más explícito para nombrar el sentimiento de quien aguarda al navegante cuando la mar está brava y ruge mostrando su poderío) temiendo lo peor y llorando con lágrimas de luto anticipado.
Ahora el Marrajo estaba ya demasiado viejo para embarcarse en la traíña y a Santa le lloraban los ojos con unas lágrimas constantes que le ponían ojos de Dolorosa de Salzillo (pero vetusta y arrugada) y se debían a la vejez y no a pena alguna. Porque el Sixto y la Santa, viejos y baqueteados como estaban, eran felices ahí, en su casita de cal blanca, frente al mar azul que los acunaba con su voz cambiante.
En los inviernos, les era grato sentarse por la mañana al sol, sintiéndose acariciados por sus benéficos rayos, bromeando sobre cómo el sol los caldeaba aunque estuvieran sentados debajo de una estrella.
En los veranos, al anochecer, cuando el aire refrescaba piadosamente al conjuro del primer lucero, ese que ronda a la Luna como un enamorado insistente, el Sixto y la Santa se preguntaban por enésima vez cuál de las estrellas del cielo podía compararse con la suya, la que guardaba su puerta como un ángen custodio. Y no encontraban ninguna tan hermosa. Porque esa estrella fue el regalo de bodas del muchacho que fue él, tan pobre que no podía ofrecerle otra joya que no fuese ese tesoro del mar, a ella.
Desde entonces, ambos habían sentido siempre que la estrella que era un totem protector de su mutuo amor. Y bajo esa seguridad que iluminaba sus vidas habían caminado, caminaban aún, con el sencillo optimismo de los sabios auténticos.
Una casita como esta- mucho más pequeña y humilde, a decir verdad, me inspiró mi novela "Sixto con rumor de olas rompientes". He improvisado esta breve narración, que no es un fragmento de la novela, sino algo que se me acaba de ocurrir, conservando, sin embargo, los nombres de los dos protagonistas de la novela (publicada en la Editora Regional de Murcia) por cariño a los personajes que la inspiraron, que conocí en mi niñez.