******49.- EL TÍO RECAREDO. UN CHOZO DE PASTOR.
Tras un recodo del camino se levantaba un chozo de pastor habitado por el tío Recaredo, el quesero, a quien la gente llamaba el tío Recadero – como si su oficio fuera el de llevar y traer recados - confundiendo la pronunciación del nombre en cuestión.
El tío Recaredo estaba sentado junto a la chimenea del habitáculo, con la boina calada hasta las cejas, ya que estaba calvo como una mano de mondongo y el frío en “la perola” no le sentaba nada bien. Tenía a modo de capa una manteja parda, que le servía de abrigo y estaba ocupado en quitar la cuerda de esparto de un queso de su elaboración, ya curado y fuerte, un auténtico queso manchego de esos que acompañado de una rebanada de pan de pueblo y un chato de vino tinto reconcilian con la vida, y más en un día inhóspito de lluvia.
El viejo vio al párroco con la sotana negra chorreando de agua como un gran cuervo alicaído y alimojado.
-¡Eeeeeh, señor cura! –chilló con su vozarrón de pastor, como si estuviera llamando al rebaño- ¡Eeeeeh! ¡Venga usted “p’acá”, que se va a “escustipiar” y se va a poner “malismo” del “to”.
No se hizo de rogar el sacerdote que, despertando de su ensoñación, “adeliñó” raudo hacia el chozo en el que entró con presteza, hallando un ambiente caldeado e impregnado de olor a queso de oveja y de cabra.
Pronto tuvo ante sí las viandas manchegas y el buen vino. Hincando el diente al trozo de queso con pan, lo remojó bien con un trago prolongado de tinto.
Sí. Estaba en La Mancha. Y estaba muy a gusto.
El viejo pastor, contento de tener compañía, se afanaba, hospitalario, en cortar el queso con su navaja albaceteña. Conocía, sí, la historia del cura y la beata. No le importaba. “Todos somos hombres”, pensaba. Y no pensó más. Con la honda filosofía intrínseca de los hombres sencillos, que parecen amasados con el barro prístino que usó el Creador, sin contaminación de malicia alguna, se encogió de hombros. Eso fue todo. No condenar a nadie. No juzgar. La misión que a él le había dado Dios era pastorear ovejas y cabras y hacer buenos quesos. Nada más.
-¡Está bueno el queso! ¿A que sí, señor cura?
-Vaya que sí, Recaredo. Y el vino también, tiene cuerpo y arregla el cuerpo, valga la redundancia – dijo, sin pensar que al pobre hombre eso de redundancia le sonaba a rebuznancia y no sabía a qué cuento venían ahí los rebuznos de un burro - . No sabes lo que te lo agradezco. Me había pillado la lluvia en descampado y tenía la sotana chorreando agua.
-Pues caliéntese al calorcete de la chimenea y séquese la ropa, que la humedad es muy traidora en esta época.
-Gracias, Recaredo. De aquí no me voy hasta que no escampe.
A la puerta se asomó el perro pastor, flacucho y de pelambre despeinada, color canela, con la trufa de su nariz olisqueando ansiosa y sus ojos leales fijos en su amo.
El tío Recaredo soltó una carcajada.
-Pasa, Curro, ven aquí.
No se hizo de rogar el can que, con alegre movimiento de rabo se puso en un plis plas en un trotecillo alegre junto a su amo, en cuyas rodillas apoyó la mansa y noble cabeza.
El pastor, con una sonrisa permanente, pasó su ruda mano por la testa del perro pastor que continuaba expectante sin dejar de olisquear el ambiente y con la boca semiabierta. El tío Recaredo arrancó un pellizco de pan y cortó un trocito de queso y así, juntos, los acercó a la boca del can, que las recibió con agradecido alborozo, lo que hizo de su rabo un auténtico azote del aire.
-Está acostumbrado ¿sabe, señor cura? Como es mi compañero, le doy de “to” lo que yo como.
-Se lo merece, Recaredo. Un buen perro es un hermano, lo decía San Francisco de Asís, hermano lobo, hermano perro… todas las criaturas eran para él hermanos.
-Me gusta ese santo, D. Rodrigo, menos en lo de “hermano lobo”. Dios quiera –dijo haciendo la señal de la cruz tres veces seguidas- que no aparezca ninguno estando con el rebaño en medio del monte. La última vez me despedazó una oveja que estaba criando, la más gorda que cogió el lobo cabrón, con perdón, padre, usted perdone por el “palabro”, pero es que me hizo la puñeta, que la tenía ya vendida al Rogelio, el ganadero.
-Pero si estás hablando de hace lo menos quince años, hombre. Ya es rarísimo ver un lobo por aquí.
-No digo que no, señor cura. Pero el que le ha visto los dientes a uno ya no les pierde el miedo en la vida, son más feos que la Bicha de Balazote, que la vi una vez y era como el mismo demonio.
Mientras los hombres hablaban el leal Curro iba recibiendo trocitos de pan y queso que masticaba ruidosísimamente. Era un perro pastor, claro está, que no era un remilgado perrito faldero que mastica bombones con el morrito fruncido. Curro comía a sus anchas, chasqueando la lengua y deglutiendo sin ceremonia ¡como que era del campo!
Pastor y cura guardaron silencio casi adormecidos por el doble calor del vino y del fuego.
En la agradable penumbra del chozo, sólo se oía el ruido que hacía el perro al masticar, hasta que también cesó al acabar su pitanza. Entonces, satisfecho, se tumbó al calor del fuego junto a los pies del tío Recaredo.