jueves, 3 de diciembre de 2009

AMADA PROFUNDA . El relato que os prometí.


AMADA PROFUNDA

Los buceadores de la zona decían que la estatua era romana. Probablemente estarían en lo cierto, porque en aquellos fondos eran frecuentes los pecios de aquella época en que las naves del Imperio hacían sus periplos trasportando ánforas llenas del preciado garum desde las costas de Hispania y trayendo de los puertos de la costa itálica bienes suntuarios, tales como refinados muebles y esculturas de mármol para adornar las villas de los ricos colonos -entre los que había incluso patricios- que se habían decidido a establecerse en las costas más occidentales del Mare Nostrum. En cuanto a los templos erigidos en honor de los dioses, también precisaban de representaciones escultóricas, naturalmente. Así pues, el trasiego de naves de una península a otra era nutrido, pero por razones tanto de economía como de tiempo, ya que los que fletaban las naves se mostraban tan impacientes en recibir la carga como remisos en abonar a los armadores el coste del viaje, las naves se cargaban las más de las veces por encima de su capacidad y navegaban trabajosamente con la línea de flotación de los cascos peligrosamente hundida contra toda prudencia. Eso explicaba que con cierta frecuencia alguna se fuera a pique, llevándose al fondo del mar la mercancía embarcada y las ilusiones de su dueño.
La hermosa estatua- probablemente, representación de una diosa, tal vez Juno- sería una de estas piezas que alfombraban los fondos marinos del Golfo de Mazarrón, entre praderas de posidonia. Del pecio que la trasportaba, que en su día fue nave de carga, nada había quedado, al menos eso parecía a simple vista, pues pocos buceadores bajaban a la profundidad en que se hallaba la escultura. Alguna que otra vez, dos o tres se retaban a descender hasta la Diosa, como la llamaban entre ellos, pero realmente apenas llegaban a una distancia de dos metros sobre la cabeza de la escultura- erguida y en pie, como si alguien la hubiera puesto cuidadosamente sobre su pedestal- consideraban culminada la hazaña y emprendían el ascenso a cotas de menor riesgo.
Los arqueólogos no habían fijado aún su atención en aquella joya de mármol cubierta de adherencias marinas. Su campo de estudio era enorme en la zona, ánforas en cantidades más que considerables, áncoras de madera y de hierro, tablazones, mascarones de proa y otros restos eran sacados a superficie y sometidos a la limpieza de conservación pertinente para engrosar luego los fondos de alguno de los museos de la Región. Además, los mayores esfuerzos de esos profesionales se centraban ahora en la segunda de las naves fenicias halladas en el litoral mazarronero, sumergida a pocos metros de profundidad en la playa de La Isla.
La Diosa estaba en el Bajo de Dentro, un abismo submarino en el que los armadores solían hundir los grandes pesqueros que se habían hecho demasiado viejos para su función. Aquella sima alojaba incluso algún que otro buque de guerra de Cartagena. Los barcos servían de arrecife artificial en que se refugiaban los peces y establecían su territorio congrios y morenas de amenazador aspecto.
La majestuosa Diosa romana parecía reinar en aquel espacio en penumbra azul. El buceador extranjero la había visto por primera vez una mañana, hacía veinticinco inmersiones -él contaba los días por inmersiones, y más desde que descubrió a la Diosa- en que se había sumergido, provisto de dos botellas de aire y de su ordenador de buceo, en aquel abismo frecuentado por los submarinistas, si bien casi ninguno bajaba hasta el fondo.
El extranjero siempre buceaba en solitario, costumbre imprudente e incluso temeraria en ese deporte, pero asumía todos los riesgos gustosamente porque le resultaba imposible aceptar compañía alguna en sus inmersiones. Para él eran momentos de unión casi mística con el mar, con el origen del mundo, con su yo más secreto que sólo en las profundidades se le mostraba, revelándole el arcano del sentido de su existencia.
Cuando descendía a cotas de profundidad peligrosas para un buceador deportivo , se producía en él un momento de mimetismo con las criaturas marinas, una ósmosis con ese mundo subacuático al que la luz solar llegaba filtrada a través de metros y metros de agua salada, tornasolada en los reflejos de un imposible y mágico arco iris. Experimentaba entonces un éxtasis sensorial que borraba de su pensamiento consciente todo cuanto no fuera aquel azul profundo en que se cimbreaban las algas y se deslizaban silenciosamente los peces de escamas de plata y gráciles aletas.
El buceador extranjero creía firmemente que el origen de la vida estuvo en el mar. Tal vez por esa razón se sentía más vivo que nunca cuando buceaba, porque percibía que regresaba a un primigenio hogar olvidado por el hombre y a la vez intensamente añorado, de alguna forma inexplicable. No había experimentado hasta entonces nada semejante.
Sin embargo, ahora lo que sentía era que discernía por fin toda una cosmogonía propia, una teoría esclarecedora, al menos para su universo personal. Ella, la Diosa, se la había revelado, simplemente con la serena hermosura de sus rasgos de sublime perfección que él había tenido el privilegio de admirar, porque él sí había bajado hasta donde ella estaba y la había tocado para asegurarse de que no era un espejismo dictado por una de esas borracheras de las profundidades que llena de euforia a los que las padecen, y la había cortejado nadando a su alrededor e incluso, quitándose de la boca el regulador, la había besado en los labios. El beso, necesariamente breve, lo había sacudido por completo como si una súbita corriente de dulce electricidad lo hubiese recorrido adentrándose en sus venas. Eran unos labios frescos y firmes, pero vivos, misteriosamente más sugestivamente vivos que todos los labios que él había besado en su vida. Nunca se había sentido alcanzado en el centro exacto de su sensibilidad como le había ocurrido tras el efímero contacto de su boca con aquellos labios de mágico atractivo.
Cuando ascendió por fin, lo hizo porque no tenía más remedio. El aire de sus dos botellas se le agotaba rápidamente –reconocía que no podía controlar su respiración como lo hacía siempre- y su ordenador de buceo le advertía con fríos datos numéricos que no podía esperar ni un segundo más si quería guardar las obligadas paradas de descompresión en su ascenso. Si se quedaba un momento más, desafiando toda prudencia, no saldría indemne a superficie, quién sabía si ni siquiera lograría emerger con vida. Desechó la tentación, temeraria y hasta suicida, sin embargo, una especie de embrujo emanado de la estática belleza de aquella divinidad aposentada en el fondo del abismo azul -dotada de un misterioso aliento vital que se tornaba más poderoso a cada instante-, lo atraía irresistiblemente, como un imán que arrastrara una fibra desconocida de su ser, una fibra intuida desde hacía tiempo, pero no patente hasta aquel momento en que se manifestaba con pujanza, reclamando para la Diosa del mar el primer puesto en la escala de sus intereses, porque no se le ocultaba que, de algún modo incomprensible, estar junto a Ella se había convertido en un deseo ardiente, capaz de poner en ebullición su sangre, incluso en el refrigerante ambiente de las profundidades subacuáticas.
El submarinista salió a superficie y subió a su pequeña lancha motora fondeada en uno de los dos fondeos existentes en el Bajo, dos “muertos” de hormigón provistos de una larga cadena terminada en una boya con cabos a los que se podían amarrar los barcos. La zona era demasiado profunda para que ninguna embarcación pudiera echar el ancla.
Una vez a bordo, se despojó del equipo ligero y del equipo pesado y se tumbó en cubierta, cerrando los ojos para mejor gozar la imagen de la Diosa, guardada por su memoria visual. En su mente se dibujaron los armoniosos rasgos de belleza antigua e inmarcesible, ahora sobre un fondo rojo como el fuego. El sol, atravesando con su radiante luminosidad la delicada cortina de sus párpados cerrados, enrojecía su cielo adivinado y también las mejillas de la Diosa. Así, dotada de un calor prestado por el astro rey, la deidad parecía insinuar la promesa de un beso inigualablemente deleitoso con la suave curvatura de unos labios también rojos como ígneos pétalos de una flor de sangre y pasión.
El buceador enamorado abrió los ojos a un cielo claro y azul en el que flotaban manchas incandescentes, a modo de inquietas centellas de luz y sombra que provenían de la alteración de sus retinas y que tomaban la forma de la silueta de su hermosa amada, que habitaba en el abismo marino y también en el abismo escondido de su deseo.
Desde aquel día, el extranjero la visitó asiduamente. Junto a ella, nadando a su alrededor, cortejándola y adorándola, contemplándola a través de su máscara de buceo y besándola cuando se despojaba del regulador, pasaba todo el tiempo que le permitía la carga de aire de sus botellas. Pero ese tiempo le parecía cada vez más insuficiente para calmar su ansiedad de sentir la cercanía de su amada del mar. Ya le era imposible vivir lejos de ella. La silenciosa figura le inspiraba un anhelo infinito de una paz utópica si se pretendía buscarla en el agitado mundo terrestre.
Una decisión fue naciendo en su obnubilada mente trazándose en líneas de acción progresivamente más precisas hasta completarse y adquirir firmeza. Luego fue madurando hasta eclosionar en un designio desprovisto de vacilaciones, sin veleidades de vuelta atrás.
Embarcó en su lancha llevando el equipo al completo. Llegó al punto concreto que buscaba. No se molestó en fondear la embarcación: Se puso el neopreno, el chaleco, su cinturón de plomos, las dos botellas, su máscara, su regulador y sus aletas. Ajustó maquinalmente su ordenador de buceo a su muñeca izquierda y se dejó caer de espaldas al agua. Inició el descenso hacia el lugar en que era esperado- estaba seguro de ello- por la Diosa. Aquel era el reino de su amada profunda. Fue un descenso glorioso, exaltadamente ilusionado. Él era un novio que estaba seguro de ser correspondido en su amor, deseado con anhelo expectante.
El rostro de la amada le pareció más bello que nunca. Sus ojos serenos parecían contener promesas eternas. Esta vez, como todas las demás veces anteriores, tampoco se dijeron nada. No era necesario. Les bastaba con estar allí, en la intimidad rumorosa de las aguas mediterráneas, casi en penumbra, sólo observados por los mudos peces, testigos discretísimos de sus amores. El buceador extranjero creyó ver que los delicados labios de la Diosa se curvaban levemente en una sonrisa invitadora, ofreciéndose, alentadores, insinuantes, prometiendo el premio supremo: el beso que sellaría su entrega mutua. El beso de su amada profunda sería un beso con sabor a sal, inconmensurablemente placentero, intenso, mágico que lo trasportaría a otra dimensión y al éxtasis que él ansiaba conocer y que le llegaría desde aquellos divinos labios sonrientes.
Un pez se acercó impulsado por sus aletas y se detuvo ante la estatua, como si la contemplara enamorado. Con gráciles movimientos se aproximó hasta aquellos labios que el buceador adoraba y aparentemente los besó prolongadamente, con fruición golosa. Seguramente buscaría alimentarse de algún parásito adherido al mármol de la estatua, pero al hombre –alucinado doblemente por su obsesión demencial y por una delirante borrachera de las profundidades- le pareció que el animal marino era un rival que le disputaba la posesión total de su amada. No pudo soportarlo. Con iracundos braceos lo ahuyentó. Aquella absurda explosión de rabia hizo que su respiración se agitara y que aspirara mayor cantidad de mezcla gaseosa de sus botellas.
El buceador extranjero echó una ojeada a su ordenador de buceo. Con una extraviada alegría leyó sus indicadores. Ya no le quedaban reservas de aire suficientes como para subir cumpliendo las obligadas paradas de descompresión. Pero es que, además, él no quería abandonar a su amada, no podía consentir que se quedara allí, sola, asediada por los peces e indefensa. No, no lo haría, no la dejaría nunca más. Deseaba unirse para siempre a ella, a su amada de las profundidades. Estaba decidido a olvidar su pasado modo de vida en superficie.
Liberó su muñeca izquierda del aparatoso ordenador, que cayó al fondo posándose en él como un extraño crustáceo. Después se desprendió del la pesada botella y la dejó caer sintiéndose así más libre y ligero. Por último, se despojó del regulador y de la máscara de buceo. Su visión se enturbió entonces y el regulador le pareció un cefalópodo de largos tentáculos que se alejaba de él, según iba cayendo para quedar escondido entre la algas.
Su consciencia iba abandonándolo huyendo de él con el último aire de sus pulmones. Se ahogaba, sorprendido de su propia asfixia,
Su raciocinio, extraviado en los laberintos de la demencia, esperaba aún el prodigio con que había soñado recurrentemente: creía que el beso de la Diosa le daría la inmortalidad que deseaba gozar junto a ella, en aquel reino azul, de agua y silencio.
Con un desesperado esfuerzo se aproximó a la estática figura y juntó a sus labios de piedra los suyos de agónico aliento. La besó, la besó hasta morir. La amada profunda y el mar acogieron al enamorado buceador extranjero.


21 comentarios:

Anónimo dijo...

Excelente. Si me dajaras publicarla en Facebook estaría agradecido.

maruxiña dijo...

Muy bueno, como todo lo tuyo.

Biquiños miña!!!

Rosa Cáceres dijo...

Die Kraft, no sé si eso puede ser. puesto que esta narración acaba de ser finalista en el Villa de Almoradí de relatos. Ignoro si puedo disponer de ella como desee, de todas formas yo el tema del buceo lo trato en profundidada (nunca mejor dicho) en mi novela Buceadores.

Rosa Cáceres dijo...

Maruxiña, muchas gracias. Tan amable como siempre.

Cathy Brown dijo...

Guau Hada!!!!!!Excelente,fascinante,atrapante...romantico..sin palabras...como todo lo tuyo,ESPECIAL!!! GRACIAS POR COMPARTIRLO!!!!!!BESOTES,AMIGA.

Antonio Verdú Asís dijo...

Rosa eres única, como siempre un relato maravillo y de excepción, nos ha encantado, gracias.
Muchas felicidades Javier, que paseis todos un buen día, te lo mereces.
Un abrazo muy fuerte de Sole y Antonio.

Miguel dijo...

Me encanta como escribes. Eres una gran narradorra. De veras.

Un abrazo.

Cabopá dijo...

Ay Rosa, es precioso. Que bién contado y cuanto conocimiento del medio marino y submarino tienes....
Estoy segura que merecías el primer premio. Te deja este "Cuento" un profundo regusto por estos temas y te atrapa al leerlo......Es muy bueno,buenisimo.
Besicos.

Montserrat Llagostera Vilaró dijo...

Bonita historia de Amor.

Ya he empezado a leer Aura y esto que era para Navidad.
Este puente me lo llevo a Siete Aguas.La verdad es que está muy interesante.

Muchos besos.Montserrat

real republica dijo...

...I will sing!

Rosa Cáceres dijo...

Cathy, duendecilla alegre, muchas gracias por tu entusiasmo, que se contagia para hacernos más felices. Tu expresividad es un don que haces a los demás.

Rosa Cáceres dijo...

Antonio, muchas gracias en mi nombre y en el de Javir...por cierto, olvidé felicitar a Francisco Javier Illán...qué cabeza tengo.

Rosa Cáceres dijo...

Miguel, no sabes cómo te agradezco que me consideres buena narradora. me muevo con más dificultad en el relato corto que en la novela larga. Esa es mi especialidad. Escribir con menos extensión es mi reto,

Rosa Cáceres dijo...

cabopá, el mar es uno de mis amores más antiguos, lo amo desde que nací y me llevaron a su orilla. Me pasa lo mismo que a ti. Ahora, con mi hija, pues lo sé casi todo de sus profundidades.
La foto la hizo ella.

Rosa Cáceres dijo...

Montserrat, gracias a vosotros Aura se ha convertido en novela viajera, ya ha estado dos veces en Granada, con Luis y también con Arantza, ahora se va a Siete Aguas...de alguna forma me voy yo también con vosotros, a través de mi narración.
Un beso. feliz puente.

Cayetano dijo...

Muy bonita la historia. El ritmo narrativo no decae en ningún momento, al contrario: va en aumento según discurre el relato, hasta desembocar en ese desenlace sorprendente.
Enhorabuena. Un saludo.

Leticia dijo...

Muy bonita la historia. Me ha encantado.

Rosa Cáceres dijo...

Cayetano, a ver si la crítica a "El Emboscado" es igual de positiva jajaja

Rosa Cáceres dijo...

Leticia, muchas gracias. la foto que hizo mi hija me inspiró el tema. La estatua está muy profunda, en un abismo submarino mazarronero.

MIS PEKES Y YO dijo...

MUY BONITA LA HISTORIA UN SALUDO

Rosa Cáceres dijo...

YO, muchas gracias.