Desde el balcón veo la vida.
Hay gente que vive (quiero decir que alienta, sufre o disfruta) ahí abajo, en la calle.
Yo desde arriba miro, pero no participo ni de su gozo ni su desdicha,
como si no respirara, como si no hubiera aliento en esta contemplación vaga
de ese paisaje humano que florece sobre el adoquinado de esta plaza.
Crecen flores de azahar en los naranjos,
un soplo de brisa de mar llega a los bancos donde algunas personas
se beben la existencia en breves tragos:
un soplo de viento, un azahar caído, un niño que ríe...
Pero yo estoy en prisión, en esta celda, este balcón de hierros forjados...
y haría falta bajar hasta la calle, respirar el fresco soplo, hablar muy alto,
haría falta que me oyeran para que yo saliera del marasmo, volviera a constatar que
las palabras aún pueden brotar de estos dos labios
y romper la cárcel de los dientes
y escapar ya libres demostrando
que no he callado definitivamente,
que estoy aquí, que vivo, que sueño que respiro,
desde el balcón la plaza me ha tentado
con su belleza recogida y tierna
de brote primaveral inesperado.
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