viernes, 28 de noviembre de 2008

Un fragmento de mi novela AURA



La cocina de la casa señorial era enorme, pero cálida, como siempre lo es aquella en que se han cocinado muchos pucheros, se han pelado muchas patatas y se han amasado muchos bollos y muchos dulces de Navidad. La vida se va acumulando en estos espacios, hasta el humo que agrisa las paredes contribuye a hacer de estas estancias espacios vividos, humanos, acogedores.
Una gran chimenea, un hogar de crepitante leña de los montes de Yeste, la mejor de la Mancha, ardía con alegre chisporroteo.
-Buenos días, Emilia –saludó Aura a la cocinera.
-Buenos días, Aurita –respondió la mujerona con confianza mientras se encaminaba, moviendo sus enormes nalgas con cadencia de reumática, hacia el vasar para tomar un tazón de limpieza escrupulosa y un plato de loza floreada en que preparar el desayuno de su señorita.
Emilia realizaba estas tareas con agrado, incluso con cariño. Había visto nacer a Aura, la había mecido infinidad de veces en sus brazos, había sido su “ama seca” (como se llama a las amas que no amamantan a las criaturas, que no son “amas de cría”) y, por eso, Aura siempre sería Aurita para ella. Y ningún gesto de orgullo que hiciera, ninguna palabra áspera que le dirigiera lograba hacer flaquear su devoción por ella. En esto resultaba impermeable. Como una madre.
Emilia había entregado su vida a la familia Soto, desde jovencita, cuando entró a servir en la casa grande. Como la que entra en un convento para profesar en él. Había hecho, podría decirse, votos perpetuos. Y no se arrepentía. Les estaba agradecida. Agradecida por haberle dejado vivir allí, gozando de una habitación para ella sola, en lugar de compartir un jergón de lana apelmazada con su hermana Salvadora, y tener la única y dudosa privacidad de una cortina, hecha con una jarapa de rayas, separando el espacio de las hermanas del que ocupaban sus hermanos varones, Germán, Cleto y Bartolo.
También disfrutaba Emilia sintiéndose ama de aquella cocina enorme, más grande que el chamizo que era la casucha en que había vivido con sus padres y hermanos.
Allí, en esa cocina, había de todo. La despensa estaba bien surtida. Emilia removía sus guisos, bien sabrosos, por cierto, con un buen cucharón que podía elegir de entre los que pendían de una tabla con ganchos, colgada sobre el enorme fregador de dos senos y buena losa de mármol para escurrir los cacharros de la fregaza.
Esto sin mencionar la cocina de hierro forjado negro y reluciente, con tiradores de bronce dorado, siempre impecables.
Pero lo mejor de todo era para Emilia la despensa, que podía llenar a voluntad, como cocinera de la casa y encargada de hacer la compra. Tenía carta blanca. Era casa de rumbo. No se escatimaba. ¡Ella que había pasado tantas privaciones en su niñez! ¡Al cabo que no presumía en la tienda de Ultramarinos de Joaquín mandando que le pusiera de esto y de lo otro, pero que fuera de lo mejor!
El mejor arroz de Calasparra, que traía en su camioneta, en saquitos de tela, Fermín el de la Muñoza.
Aceite de oliva de la almazara de Saturnino, harina de flor de trigo, tortas para el gazpacho de “La Perdiz”, y hasta caramelos de Hellín de La pajarita o de La Elisa, y del Congreso, con su yemita dentro.
¿Se privaban de algo sus señores? No ¿Le escatimaban a ella la comida? Tampoco.
La Emilia era feliz, le encantaba canturrear romances mientras se movía bamboleándose por su reino tinelario.
También sabía zarzuelas y otras coplillas de tono más populachero, así como cuplés de moda o coplas de Estrellita Castro que era su ídolo.
A Aura le gustaba oírla cantar. En especial, los romances. La hacían recuperar la infancia perdida. Cuando el acogedor pecho de Emilia, “abruzándola” en su vieja mecedora, sentada en su regazo, servía de refugio y consuelo en sus pequeños conflictos.
Por eso Aura también la quería, como a una segunda madre. Aunque ya no tuviera el mágico poder de curar su ánimo herido con un romance antiguo, que hablara de doncellas guerreras, de una dama y un rústico pastor, de una infantina encantada o de un conde que cabalga por la playa una mañana de San Juan.

1 comentario:

AnaBasave dijo...

Gracias por incluir este fragmento!!