Hoy os quiero mostrar el fragmento del relato que ganó el Primer Premio de Novela Corta Histórica Álvaro de Luna.
Se titula "La esposa del héroe", y yo leí solamente la parte final.
Se titula "La esposa del héroe", y yo leí solamente la parte final.
Otra cosa: esta tarde a las 8 y hasta las 10, estaré firmando en la Feria del Libro de Santa Pola, junto al Ayuntamiento y la playa de Levante.
¡Deseadme suerte!
¡Deseadme suerte!
Y ahora...el fragmento prometido de "La esposa del héroe":
(La que habla en primera persona es doña María Alfonso Coronel, esposa de Guzmán el Bueno)
Este año de 1295 no se borrará jamás de mi alma, lo llevo escrito mil veces en estos negros atavíos que visto, como si la tinta negra con que está escrito mi dolor hubiera servido para teñir la tela, y también mi corazón, que late en medio de una noche oscura, sin luna, sin estrellas, sin mi lucero amado, sin mi hijo Pedro Alonso.
Si el rey Alfonso X fue el artífice de mi felicidad, casándome con mi esposo, su sucesor, Sancho IV, ha sido el artífice de mi desdicha, aun sin intención de serlo, porque recurrió a Guzmán para que defendiera Tarifa, asediada por el infante don Juan, su hermano, que había recabado para su bando la ayuda de los meriníes y los nazaríes, que en pos de las ambiciones personales se dan extrañas alianzas, incluso entre cristianos y musulmanes.
Comandados por el rebelde infante don Juan, llegaron los moros al pie de la muralla de la fortaleza de Tarifa, en la que nos encontrábamos, y lanzaron un fuerte desafío a Alonso, que lo escuchó desde una torre.
-¡Guzmán – dijo uno de los capitanes moros- entrega la ciudad! Abre las puertas del castillo o pasaré a cuchillo a tu hijo, que tengo apresado como rehén.
Todo lo escuché desde el punto del adarve en que me encontraba, pues había subido a la muralla impulsada por un pálpito que me llenaba de angustia, en razón de que sabía que era verdad que los moros tenían prisionero a mi desventurado hijo Pedro Alonso, al que por desgracia, y para mi desdicha, habían capturado dos días antes, cuando las hostilidades aún no se habían declarado abiertamente, estando el niño jugando con otros extramuros del castillo.
Eché a correr, arremangándome la saya y subiendo de dos en dos los peldaños de piedra de las escaleras de la torre. Una vez arriba, pude ver yo misma mirando por el hueco entre dos almenas que sí, que no era ninguna bravata, que abajo, al pie de la torre en que nos encontrábamos, el moro tenía sujeto por un brazo a mi hijo, que estaba maniatado.
Mi corazón dio un vuelco y grité el nombre de Pedro con todas mis fuerzas. El niño tenía la cabeza agachada y el cabello le ocultaba el rostro, pero al oír su nombre gritado por mí, levantó la cabeza un momento, sólo un momento, pero fue suficiente para que yo advirtiese que estaba llorando, sin duda de miedo, pues también temblaba, que lo noté muy bien. Y se me partía el corazón, y más cuando presencié cómo el moro, al ver que osaba levantar la cara, lo empujaba violentamente, hasta obligarlo a arrodillarse, y le daba un fuerte pescozón para que volviera a doblar el cuello y a agachar la cabeza.
En ese amargo instante me vino a la mente el tierno Isaac, al que su padre Abraham se disponía a sacrificar en el monte. Esta visión me hizo reaccionar y lanzarme a los pies de mi esposo, poniéndome también de rodillas, como mi hijo, para clamar suplicándole de nuevo con lágrimas en los ojos que parlamentara con el moro y salvara la vida de Pedro.
Pero él no me miró siquiera, por más que yo tiraba con todas mis fuerzas de su brazo izquierdo y gemía desesperada. Con la mano derecha sacó de su cinto un puñal afilado y lo levanto en alto alzando el brazo por encima de su cabeza a la vez que respondía al musulmán con enérgica voz que si la vida de su hijo era el precio de la ciudad, bien estaba dispuesto a pagarlo, pues que no pensaba entregarla jamás, y que si pensaba pasar a cuchillo al mozo, ahí le arrojaba el suyo, que estaba bien afilado, que más estimaba su honra, puesta en defender la ciudad de Tarifa, que la vida de su propio hijo.
Yo no podía creer que tales palabras hubieran salido de su boca, pues eran la sentencia de muerte del niño. Pero Alonso arrojó el puñal al moro, y el moro lo recogió de la tierra y examinó con fría calma su puntiagudo filo.
Volcándome sobre el borde de la muralla, apelé entonces a la piedad de los captores.
-¡Desventurada madre! ¡Padre horrible! ¿A quién me volveré? ¡Moros, tened compasión de una madre infeliz, os lo ruego!
El moro que tenía agarrado a mi hijo, levantó la vista hacia mí, pero en sus ojos no pude leer la piedad, sino el odio mezclado con el despecho por el mal éxito de su estratagema, pues no contaba con la inflexible determinación de Guzmán. Con una sonrisa cruel en la que mostró sus dientes, que me parecieron los de una fiera, clavó el puñal en la garganta de mi tierno hijo, degollándolo con la precisión de un matarife, y la vida de la criatura quedó segada.
El niño cayó inerte en tierra y el moro concluyó su infame afrenta poniendo un pie sobre el pecho del cadáver.
Mi marido volvió la espalda con gesto inexpresivo y se alejó de las almenas sin cuidarse de mí, que quedaba allí, destrozada por la pena, tirada en el adarve, llorando con desconsuelo, mientras mis damas intentaban inútilmente reconfortarme con palabras que me parecían sin sentido.
Todas pudimos oír, no obstante, el clamor con que los soldados saludaban la hazaña de mi esposo.
-¡Viva don Alonso Pérez de Guzmán! ¡Viva el defensor de Tarifa! ¡Viva Guzmán el Bueno!
Guzmán el Bueno…, el Bueno… Y todo porque no dudó en sacrificar una vida inocente, la de nuestro hijo.
A mis veintiocho años me siento vieja, herida de muerte por la aflicción lacerante de la pérdida. Él tiene treinta y nueve años, y a pesar de eso está mucho más vivo que yo; su ardor guerrero lo mantiene enérgico, lo hace insensible al dolor.
Dicen en el castillo que se le ha visto sollozar, cuando cree que está solo, de bruces sobre un banco. Pero yo no he presenciado tales muestras de duelo ni le he oído palabra de pesar por lo que ha sucedido.
Tras esa gesta que todos aclaman, y que a mí me ha roto el corazón, el rey Sancho IV le ha prometido el señorío de Sanlúcar, que comprende las poblaciones de Sanlúcar de Barrameda, Rota, Chipiona y Trebujena. Rico patrimonio, que iguala e incluso supera al que yo aporté a nuestra alianza matrimonial como dote. Pero ¿qué vale ese señorío para mí en comparación con la vida de mi hijo Pedro Alonso? ¡Malaventurado hijo mío! ¡Gorrión mío, malogrado por las garras del odio y de la guerra! ¡Muerto por el funesto designio de hombres sin corazón que aman pelear como reses embravecidas! ¡Fieras, que no hombres! ¡Ninguna semejanza hay entre las mujeres y vosotros!
Los hombres no gestan, realizan gestas. Los hombres no dan vida, la quitan. Ignoran lo que es acoger un hijo en el vientre durante nueve meses, lo que es alimentarlo con la propia sangre, parirlo con dolores de agonía que desgarran las entrañas. Ningún hombre es madre, ninguno…Los hombres no saben que para una madre un hijo, aunque sale un día de su vientre, no sale jamás de su corazón.
Guzmán el Bueno le dieron por sobrenombre, Guzmán el Bueno…
Rosa Cáceres
Si el rey Alfonso X fue el artífice de mi felicidad, casándome con mi esposo, su sucesor, Sancho IV, ha sido el artífice de mi desdicha, aun sin intención de serlo, porque recurrió a Guzmán para que defendiera Tarifa, asediada por el infante don Juan, su hermano, que había recabado para su bando la ayuda de los meriníes y los nazaríes, que en pos de las ambiciones personales se dan extrañas alianzas, incluso entre cristianos y musulmanes.
Comandados por el rebelde infante don Juan, llegaron los moros al pie de la muralla de la fortaleza de Tarifa, en la que nos encontrábamos, y lanzaron un fuerte desafío a Alonso, que lo escuchó desde una torre.
-¡Guzmán – dijo uno de los capitanes moros- entrega la ciudad! Abre las puertas del castillo o pasaré a cuchillo a tu hijo, que tengo apresado como rehén.
Todo lo escuché desde el punto del adarve en que me encontraba, pues había subido a la muralla impulsada por un pálpito que me llenaba de angustia, en razón de que sabía que era verdad que los moros tenían prisionero a mi desventurado hijo Pedro Alonso, al que por desgracia, y para mi desdicha, habían capturado dos días antes, cuando las hostilidades aún no se habían declarado abiertamente, estando el niño jugando con otros extramuros del castillo.
Eché a correr, arremangándome la saya y subiendo de dos en dos los peldaños de piedra de las escaleras de la torre. Una vez arriba, pude ver yo misma mirando por el hueco entre dos almenas que sí, que no era ninguna bravata, que abajo, al pie de la torre en que nos encontrábamos, el moro tenía sujeto por un brazo a mi hijo, que estaba maniatado.
Mi corazón dio un vuelco y grité el nombre de Pedro con todas mis fuerzas. El niño tenía la cabeza agachada y el cabello le ocultaba el rostro, pero al oír su nombre gritado por mí, levantó la cabeza un momento, sólo un momento, pero fue suficiente para que yo advirtiese que estaba llorando, sin duda de miedo, pues también temblaba, que lo noté muy bien. Y se me partía el corazón, y más cuando presencié cómo el moro, al ver que osaba levantar la cara, lo empujaba violentamente, hasta obligarlo a arrodillarse, y le daba un fuerte pescozón para que volviera a doblar el cuello y a agachar la cabeza.
En ese amargo instante me vino a la mente el tierno Isaac, al que su padre Abraham se disponía a sacrificar en el monte. Esta visión me hizo reaccionar y lanzarme a los pies de mi esposo, poniéndome también de rodillas, como mi hijo, para clamar suplicándole de nuevo con lágrimas en los ojos que parlamentara con el moro y salvara la vida de Pedro.
Pero él no me miró siquiera, por más que yo tiraba con todas mis fuerzas de su brazo izquierdo y gemía desesperada. Con la mano derecha sacó de su cinto un puñal afilado y lo levanto en alto alzando el brazo por encima de su cabeza a la vez que respondía al musulmán con enérgica voz que si la vida de su hijo era el precio de la ciudad, bien estaba dispuesto a pagarlo, pues que no pensaba entregarla jamás, y que si pensaba pasar a cuchillo al mozo, ahí le arrojaba el suyo, que estaba bien afilado, que más estimaba su honra, puesta en defender la ciudad de Tarifa, que la vida de su propio hijo.
Yo no podía creer que tales palabras hubieran salido de su boca, pues eran la sentencia de muerte del niño. Pero Alonso arrojó el puñal al moro, y el moro lo recogió de la tierra y examinó con fría calma su puntiagudo filo.
Volcándome sobre el borde de la muralla, apelé entonces a la piedad de los captores.
-¡Desventurada madre! ¡Padre horrible! ¿A quién me volveré? ¡Moros, tened compasión de una madre infeliz, os lo ruego!
El moro que tenía agarrado a mi hijo, levantó la vista hacia mí, pero en sus ojos no pude leer la piedad, sino el odio mezclado con el despecho por el mal éxito de su estratagema, pues no contaba con la inflexible determinación de Guzmán. Con una sonrisa cruel en la que mostró sus dientes, que me parecieron los de una fiera, clavó el puñal en la garganta de mi tierno hijo, degollándolo con la precisión de un matarife, y la vida de la criatura quedó segada.
El niño cayó inerte en tierra y el moro concluyó su infame afrenta poniendo un pie sobre el pecho del cadáver.
Mi marido volvió la espalda con gesto inexpresivo y se alejó de las almenas sin cuidarse de mí, que quedaba allí, destrozada por la pena, tirada en el adarve, llorando con desconsuelo, mientras mis damas intentaban inútilmente reconfortarme con palabras que me parecían sin sentido.
Todas pudimos oír, no obstante, el clamor con que los soldados saludaban la hazaña de mi esposo.
-¡Viva don Alonso Pérez de Guzmán! ¡Viva el defensor de Tarifa! ¡Viva Guzmán el Bueno!
Guzmán el Bueno…, el Bueno… Y todo porque no dudó en sacrificar una vida inocente, la de nuestro hijo.
A mis veintiocho años me siento vieja, herida de muerte por la aflicción lacerante de la pérdida. Él tiene treinta y nueve años, y a pesar de eso está mucho más vivo que yo; su ardor guerrero lo mantiene enérgico, lo hace insensible al dolor.
Dicen en el castillo que se le ha visto sollozar, cuando cree que está solo, de bruces sobre un banco. Pero yo no he presenciado tales muestras de duelo ni le he oído palabra de pesar por lo que ha sucedido.
Tras esa gesta que todos aclaman, y que a mí me ha roto el corazón, el rey Sancho IV le ha prometido el señorío de Sanlúcar, que comprende las poblaciones de Sanlúcar de Barrameda, Rota, Chipiona y Trebujena. Rico patrimonio, que iguala e incluso supera al que yo aporté a nuestra alianza matrimonial como dote. Pero ¿qué vale ese señorío para mí en comparación con la vida de mi hijo Pedro Alonso? ¡Malaventurado hijo mío! ¡Gorrión mío, malogrado por las garras del odio y de la guerra! ¡Muerto por el funesto designio de hombres sin corazón que aman pelear como reses embravecidas! ¡Fieras, que no hombres! ¡Ninguna semejanza hay entre las mujeres y vosotros!
Los hombres no gestan, realizan gestas. Los hombres no dan vida, la quitan. Ignoran lo que es acoger un hijo en el vientre durante nueve meses, lo que es alimentarlo con la propia sangre, parirlo con dolores de agonía que desgarran las entrañas. Ningún hombre es madre, ninguno…Los hombres no saben que para una madre un hijo, aunque sale un día de su vientre, no sale jamás de su corazón.
Guzmán el Bueno le dieron por sobrenombre, Guzmán el Bueno…
Rosa Cáceres
17 comentarios:
Enhorabuena al creador y muchas gracias a ti por compartirlo con todos nosotros.
Un saludo.
Rosa.
Rosa
Muchas gracias; yo soy la autora.
Un abrazo
muchas gracias, rosica por deleitarnos
con ese estupendo fragmento,escrito, como tu,bien dices ¡ con el corazon
en la mano ! y sentimientos de madre
como todas las madres del mundo...
sigue con tus maravillosas historias, con las que todos disfrutamos, como buenos seguidores tuyos, que tenemos el privilegio de ser...
un beso para ti, conchita.
Enhorabuena de nuevo, no me extraña que ganaras el premio con este avance de ese estupendo relato. Suerte en Santa Pola.
Por cierto, va a salir el libro de Haití. Pedro Vera, desde Águilas, está dispuesto a organizar una presentación con participantes de Valencia, Murcia, Onteniente y Águilas, ¿tú podrías intervenir? Y si es así, ¿qué fecha te convendría?
Un abrazo, y disfruta de este nuevo galardón.
Hola Rosa.
Muy interesante y ameno.
Siento que hoy ando ocupada y con más prisa.
Leo tus bellas letras, y te deseo un buen fin de semana.
Un abrazo.
Ambar.
Conchita
Muchas gracias. Sabía que a ti te gustaría este relato, y me alegro de haber acertado.
Un besico
Antonia
Naturalmente que me alegra que el libro salga por fin. Le he encargado a Paqui Quintana que me traiga los tres que de momento voy a comprar, ya que va a acercarse a Mazarrón.
De lo de Águilas...no digo nada de fechas, faltaría más. Eso es cosa de Pedro Vera; que él organice y diga, y si puedo acercarme, lo haré.
Pasado mañana me tengo que ir a la provincia de Córdoba a por un premio literario que me han dado, ya ves, no puedo hacer planes porque llevo una racha de inesperados cambios.
Un besico
AMBAR
¡Ah, las prisas, las prisas...! No nos dejan vivir...Pero, muchas gracias por haberles hecho un quiebro y haber sacado un ratito para leer este fragmento final de la obra. No he querido cansaros con la historia completa.
Un besico
Querida profesora: Te felicito por tus éxitos. Eres muy activa.
En octubre pisaré las benditas tierras de Murcia.
Un bessino.
Goriot.
Goriot
En octubre habrá pasado la horrible ola de calor que padecemos.
No sé si sabes que, aunque nací en Murcia, resido en Orihuela (Alicante), pero si hay ocasión, tal vez nos encontremos.
Un besico
Enhorabuena, Rosa, otro galardón, otros textos tuyos extraordinarios.
Sigue, amiga mia, cosechando éxitos en tu admirable vida literaria.
Un abrazo,
Luis.
Estupendas siempre, las cosillas que nos dejas.
Saludos y un abrazo.
Luis
Seguiré, seguiré, porquie está en mi naturaleza avanzar siempre, aunque sea a pequeños pasos.
¡Qué montes los de Cuenca! Me acordé de ti.
Un abrazo
Hiperión
¡Que voy pasado mañana para tierras cordobesas!
He ganado un premio en Cañete de las Torres, lo regojo el 14 a las 10:30 de la noche, ya tenemos hotel.
Mira que si estuvieras cerca...
Un abrazo
Lo que acabo de leer me ha encantado, querida Rosa...es muy bueno. Con razón te dieron el premio. Un beso grandote. Y...¡quiero leer más!
¡Magistral! ¡Aplausos y felicitaciones! Un abrazo.
Meritorio el premio que aporta otro sentimiento y otro punto de vista no contemplado por la historia.
Enhorabuena, paisana.
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