La mañana es pacífica y acogedora. La luz del sol se tamiza a través de levísimos cendales de nubes mansas y dulces que no acaban de ocultar el sol. Los pescadores se afanan en reparar las redes, que tienen aquí y allí algún desperfecto, mientras conversas amigablemente de las cosas de la vida en general o de su vida en particular. A su lado el mar duerme aoparentemente, sin delatar a los peces que pululan alrededor del casco de los pesqueros amarrados a muelle. Bajo la protectora sombra y corpulencia de las naves, pasando bajo su quilla y mordisqueando parásitos adheridos a las tablas, mújoles, salpas y alevines de varias especies evolucionan con una gracia invisible que de pronto lanza un destello de plata cuando el pez se pone de costado y nos deslumbra con el brillo de sus escamas.
Arriba, el faro vigila a una altura de más de sesenta metros. De noche encenderá su luz para guía de embarcaciones y de soñadores que desde tierra se sienten fascinados por el lenguaje mudo del haz de luz que despide intermitentemente. Pero ahora quien reina en la mañana es el sol, y el olor de salitre, brea y pescado que se percibe junto a los montones de redes y corchos apilados en el puerto.
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